El 12 de octubre del 1492 y después de un viaje de casi tres meses desde las costas españolas, tres pequeñas naves comandadas por el almirante Cristóbal Colón, arribaron a las Américas en una de las más grandes odiseas marítimas de la historia de la humanidad.
Colón, erróneamente, creyó que había llegado a las Indias lo que fue su objetivo desde el principio en la búsqueda de una ruta más corta para obtener las codiciadas especies que la India proveía a Europa.
Gracias a ese enlace entre el viejo y el nuevo mundo, los habitantes de este continente somos quien somos para bien para mal. Una mezcla de indígenas, europeos y africanos que define el nuestro carácter cultural y racial.
Colón fue in visionario que respondía a la cultura y las nociones de la época que le tocó vivir. Un hombre de sueños y ambiciones, que durante años recorrió algunas de las más importantes cortes de Europa buscando quien le financiara la aventura.
Desafortunadamente hay quienes hoy pretenden juzgar al Gran Almirante con raseros propios del siglo XXI.
En ciertas ciudades, las estatuas de Colón han sido derrumbadas en llamados a celebrar el indigenismo, como parte de una condena a los colonizadores, bajo acusaciones de genocidio y del daño causado por el descubrimiento y la consecuente colonización de América del continente por parte de los europeos.
Parecen olvidar estos nuevos redentores mal guiados, que hay que tener mucho cuidado al celebrar el llamado indigenismo porque al final muchas de las culturas y civilizaciones existentes en el continente a la llegada de Colón eran culpables de las mismas prácticas de las que acusan a los llegados desde Europa.
Los aztecas fueron un imperio sangriento que practicaron las matanzas colectivas de otras culturas vecinas mediante guerras de conquista donde miles eran sujetos a la esclavitud y otros miles sacrificados a dioses que parecían sedientos de sangre. Los mayas no se quedaron muy atrás. Los Incas expandieron su poder y establecieron un imperio en América del Sur, utilizando los mismos métodos: guerras de conquista.
Por supuesto no pretendo juzgar a estas culturas y civilizaciones por la misma razón por la cual defiendo a Colón y a los colonizadores. Cada uno de ellos respondieron a las culturas y prácticas existentes en la época que les tocó vivir.
Lo que resulta irónico es que aspiremos a juzgar a nuestros antepasados utilizando raseros que surgieron del propio desarrollo filosófico y moral que comenzó a surgir a partir de la revolución por la independencia de los Estados Unidos y poco después por la revolución francesa, llegando a la Declaración Universal de Derechos Humanos.
En el caso particular de Cristóbal Colón, merece nuestra admiración y respeto. Somos quienes somos gracias a su obstinado empeño y a sus visiones en reto directo a la filosofía de su época.
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