Con el más elemental discernimiento, se puede deducir el cinismo y la picardía de la que hace gala públicamente el candidato republicano Donald Trump. Éste, en el primer debate presidencial, repetidamente demostró la carencia de respeto a la función pública y a la institucionalidad estadounidense.
Cuando Hillary Clinton lo acusó de haberse beneficiado de la crisis del 2008, el republicano respondió que eso “eran negocios”. O cuando lo acusó de haber estafado a varias personas, Trump no hizo sino decir que lo que había hecho era, literalmente, aprovecharse de la ley. O, por ejemplo, cuando dijo que no pagaba impuestos porque era “inteligente”.
Trump también fue evasivo y contra preguntaba para no responder, a pesar de que las preguntas e imputaciones eran contundentes: ¿Si esas personas, a las que usted ha engañado en el curso de sus negocios, no merecian una disculpa?, o cuando la candidata demócrata lo acuso de no tener un plan serio para la economía y que sus propuestas no iban sino a beneficiar a los más ricos.
En la apertura de la discusión sobre economía, Clinton dijo que la “cuestión central” de esta elección es decidir “qué país queremos ser”, y afirmó que como presidenta se propone “construir una economía que funcione para todos” y que sea más “justa”.
Clinton recordó que hace apenas ocho años el país enfrentaba “su peor crisis financiera”, provocada por políticas fiscales que redujeron drásticamente los impuestos a los más ricos y fracasaron en invertir en la clase media.
La pregunta que nadie se atreve a formularse es, por qué un hombre como Trump, tan maquiavélico e inmoral para hacer negocios, tan racista, tan vulgar con las mujeres, tan ignorante en asuntos de gobierno, tan irrespetuoso con el ordenamiento legal, este respaldado por un partido institucional en una sociedad construida sobre los más altos valores de la igualdad, del respeto a la diversidad, y de alto compromiso con los derechos civiles, económicos y sociales.
El poder del capitalismo salvaje y el de las élites es, por su naturaleza y carácter, explotador, corrupto, discriminatorio y excluyente; precisamente lo que ha plasmado Donald Trump a lo largo de su campaña y en el debate presidencial. Tan anticuada y antidemocrática propuesta de gobierno elitista, le genero a Hillary Clinton un ambiente supremamente favorable, como lo registro el sondeo de CNN/ORC, el cual se hizo unas horas después con 521 votantes que vieron el debate realizado en la Universidad de Hofstra, en Long Island: Para el 62% de los espectadores ella fue la ganadora, mientras que solo el 27% dijo que Trump se destaco más.
The New York Times fue uno de los medios de Estados Unidos que expresó su apoyo a Hillary Clinton. Aplaudió su “coraje, experiencia e intelecto”.
Frente a Trump, la opinión fue contundente. Lo calificó como el “peor candidato de un gran partido en la historia moderna estadounidense”.
Sin embargo, el poder de las elites es inconmensurable, no se alcanza a medir. Las elites, para defender su poder, son capaces de fabricar opinión pública, obviamente desinformada y manipulada. Con su poderoso músculo financiero, pagan a especialistas para generar falsas corrientes de pensamiento colectivo, apoyadas por hackers, analistas y robots de inteligencia artificial.
La ola xenofobica y sangrienta contra afroamericanos e hispanos despertada durante el gobierno del primer presidente de los EE.UU. de etnia negra, no es otra cosa que la institucionalización del racismo. Las poderosas instituciones financieras con la inestimable ayuda de los influyentes medios de comunicación, han decidido extender y propagar el racismo por todo el país, porque las elites no quieren que los blancos y los negros unan sus fuerzas; y junto a los hispanos y otras etnias inmigrantes, se revelen contra los cleptocratas (gobierno de ladrones) de Wall Street.
“No hay nadie que pueda darnos ni la libertad, ni la justicia, ni la igualdad, ni nada. Somos los hombres y mujeres estadounidenses los que tenemos que ir por ello”
arnoby@elhispanonews.com
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