Fui a Cuba en dos ocasiones a inicio de la década de los noventa del siglo pasado. La primera vez como turista y la segunda liderando una misión comercial. En la primera ocasión fui a Santiago de Cuba como parte del primer grupo de turistas mexicanos que tocaron suelo santiaguense. El único hotel de “cinco” estrellas era el Leningrado, en el cual ni siquiera había agua caliente en las duchas. Todo ello en una ciudad en donde jovencitas de secundaria, ataviadas en sus uniformes color mostaza, ofrecían sexo-servicios a los turistas, por el módico precio de unos tenis, o un pantalón de mezclilla. Una ciudad de casas que hace medio siglo fueron una pintoresca adición multicolor al paisaje urbano, pero que ahora solo reflejaban una pobreza generalizada.
En La Habana, el hotel Habana Libre, otrora un lujoso Hilton, ofrecía un solo huevo duro y algo de fruta en su bufet mañanero. Al estar racionados los huevos, ni siquiera pagando podíamos aspirar a que nos sirvieran un segundo huevo. No había leche, ya que estaba reservada a los infantes. Las habitaciones olían a moho. Ese moho proveniente de la incapacidad de dar mantenimiento a la estructura. La pintura de las paredes se escarapelaba en partes.
En las calles, carcachas provenientes de la década de los cincuenta del siglo pasado, eran una lastimosa adición a un paisaje urbano de un país en donde el tiempo se quedó detenido hace más de medio siglo. En la Habana Vieja, se me figuró que las construcciones estaban a un hálito del derrumbe. Vi a jovencitas de secundaria prostituyéndose abiertamente en las calles de la Habana y de Varadero, ese paraíso turístico desarrollado por los españoles y frecuentado por los europeos. Cuba se había convertido en el prostíbulo del mundo. Otrora sólo lo fue de Estados Unidos.
Siendo una isla rodeada de las cálidas aguas del Caribe, no había pescados que se pudieran comprar en un mercado u ordenar en un restaurante. La pesca estaba prohibida, ostensiblemente por el temor del gobierno castrista de que una fuga masiva de cubanos hacia Miami dejaría a la isla sin habitantes. Los anaqueles de las pocas tiendas abiertas a los locales estaban vacíos. Pero las tiendas Intur, repletas de carísimos productos estadounidenses y europeos, sólo aceptaban dólares y sólo estaban abiertas a los turistas extranjeros. Un flagrante gesto de discriminación en un país que se asume como epítome de la igualdad y equidad ante la comunidad internacional.
Esa era la Cuba de Fidel Castro. El lado positivo de la moneda es que todos los cubanos, sin excepción alguna, están alfabetizados. De hecho, cursar hasta el último grado de secundaria es obligatorio. Todos los cubanos sin excepción tienen acceso a servicios médicos. Como en muchos países de medicina socializada, el sistema de salud presenta severas carencias y algunas instalaciones clínicas dejan mucho que desear. Pero por el otro lado, en este diminuto país han desarrollado medicamentos altamente apreciados en el resto del mundo, que hacen que Cuba hasta se haya convertido en un limitado destino de turismo médico.
Al visitar Cuba como parte de una misión comercial, nos ofrecieron una cena con los mejores vinos franceses y filete miñón a los que los cubanos de a pie jamás tendrían acceso, en una mansión confiscada a alguien al triunfar la revolución castrista, en la que ningún cubano de a pie podría darse el lujo de vivir.
Fidel Castro fue un hombre que tuvo un sueño. Y luchó por ese sueño, sin tregua alguna. Un sueño convertido en dictadura que ha hecho de ese país una pesadilla de la que tal vez pronto puedan despertar los cubanos. Un sueño que ha convertido una paradisiaca isla en un sumidero donde prevalece la pobreza. Hoy no veo que existan líderes con un sueño, ni siquiera con un sueño equivocado. Indiscutiblemente fue uno de los más prominentes líderes del mundo. El dictador ha muerto. Larga vida al dictador.
Hasta la próxima y buena suerte. Claudia Herrmann es Presidente de la Asociación de Mujeres Empresarias y Profesionales de Dallas cherrmann@amepusa.org
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