Nuestro deber de educar a los hijos

Por Arnoby Betancourt

Con la educación pasa lo mismo que con la vida humana.

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Dallas, Texas. Todo hijo tiene derecho a la educación, necesaria para poder desarrollar sus capacidades; y a este derecho de los hijos corresponde el derecho-deber de los padres a educarlos. Esta realidad se puede apreciar en la etimología de la palabra “educación”. El término “educare” significa primordialmente acción y efecto de alimentar o nutrir la prole. Alimento que, evidentemente, no es sólo material, sino que abarca también el cultivo de las facultades espirituales de los hijos: intelectuales y morales, que incluyen virtudes y normas de urbanidad. 

Por eso, el derecho a la educación está fundamentado en la naturaleza humana y hunde sus raíces en realidades que son semejantes para todas las personas y, en último término, fundamentan la sociedad misma; por eso, los derechos a educar y ser educados no dependen de que estén recogidos o no en una norma positiva, ni son una concesión de la sociedad o del Estado. Son derechos primarios, en el sentido más fuerte que cupiera dar al término.
Así, el derecho de los padres a educar a sus hijos está en función de aquel que tienen los hijos a recibir una educación adecuada a su dignidad humana y a sus necesidades; es éste último el que fundamenta el primero. Sin embargo, que el derecho del hijo a ser educado sea más básico, no implica que los padres puedan renunciar a ser educadores, tal vez con el pretexto de que otras personas o instituciones puedan educar mejor. El hijo es, ante todo, hijo; y para su crecimiento y maduración resulta fundamental el ser acogido como tal en el seno de una familia.
Es la familia el lugar natural en el que las relaciones de amor, de servicio, de donación mutua que configuran la parte más íntima de la persona se descubren, valoran y aprenden. De ahí que, salvo casos de imposibilidad, toda persona debería ser educada en el seno de una familia por parte de sus padres, con la colaboración –en sus diversos papeles– de otras personas: hermanos, abuelos, tíos, u otros parientes.
Aunque pueden acudir a otros colaboradores, los padres son siempre los principales responsables de la educación de sus hijos. Esta misión de formar personas compete primeramente a los padres de familia. No es el Estado, la televisión o los otros parientes quienes más deben influir en los hijos. Podemos decir que la paternidad y la educación son sinónimos, pues la misión del padre y de la madre es ayudar al hijo a que se desarrolle hasta la plenitud.
Los padres son los primeros y principales educadores de sus hijos. Su tarea empieza en la concepción del hijo y su labor se prolonga durante toda la vida. Ellos, que han dado la vida a los hijos y establecen con ellos una relación única de amor, son quienes están en condiciones de transmitir la educación a los hijos.
Cuando una persona viene a este mundo, entra en él necesitada de todo tipo de ayuda: material, afectiva, etc. y sólo poco a poco, con el paso del tiempo, va cobrando autonomía e independencia. En este proceso la persona necesita de otras personas que le ayuden; en primer lugar, necesita de sus padres, y en segundo lugar, de su familia.
Con la educación pasa lo mismo que con la vida humana. La persona llega al seno de la familia con unos dones y talentos, pero al mismo tiempo, la persona llega como una tablilla en blanco, que sólo a través de la relación personal con los seres que le rodean y con la ayuda de otros, podrá ir adquiriendo un contenido.
En la familia, se da esa comunicación directa con la persona, y por medio de esa relación, se van transmitiendo los valores, la cultura, la educación. Así pues, la educación no puede entenderse como un mero “aprender”, sino que es un “aprender de otros seres humanos” en la convivencia diaria.
arnoby@elhispanonews.com

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