A 40 años del éxodo del Mariel

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Por Marcos Nelsopn Suárez
El horizonte se me pierde poco a poco tragado por las aguas y por el atardecer salitrero y por mi vista húmeda, no ya tanto de las salpicaduras marinas o el humo de la embarcación, sino por ese dolor que aprisiona el pecho y muerde el alma. No era esto lo que yo esperaba hace unos 4 días, cuando me despertaron los toques a la puerta y tres uniformados de verde olivo reestrenaron un poder despectivo al preguntarme si me quería ir del país.
Las ganas de huir, acumuladas durante muchos años de sentirme despreciado, se habían acumulado como el vapor en una olla cerrada. Fueron años de susurros entre amigos haciendo resbalar ideas locas que iban desde el robo de una lancha en la playa hasta la construcción de un globo aerostático -a pesar de mis escasos conocimientos de física-.Días, semanas, años atrás, me dejé llevar por lo que al final yo mismo calificaba de pajas mentales, los sueños de ir hacia el Norte, la Tierra Prometida, lejos de vigilancias, discursos, lemas. La tierra donde las pesadillas de hoy podían ser convertidas en sueños. Nunca imaginé el dolor de la partida real. De ver aquella tierra desvanecerse como si un monstruo marino la tragara relamiéndose de gusto y con ella un pedazo importante de mi vida.
No dejaba muy buenos recuerdos. De hecho, los recuerdos eran amargos, secos. Una juventud desperdiciada desde que me arrestaron a los 16 años cuando aún estudiaba. Fuí calificado de contrarrevolucionario. Más tarde, cuando el Mariel se convirtió en la puerta de escape de más de 125,000 cubanos, al epíteto se agregó el de escoria. Allá en Villa Maristas, antigua sede de Jesuitas convertida en cárcel de interrogatorios, los guardianes de la revolución me interrogaban a diario, buscando pruebas de contactos con la CIA o el imperialismo yanqui, y sellando al final, de un carpetazo, mi futuro en el país. Aquella visita a la Seguridad del Estado me marcó para siempre. En el alma y ante los ojos de toda la nación.
Los rechazos fueron constantes. Quedaba el expediente secreto más que divulgado, en escuelas, centros de trabajo y hasta en el ejército al que me llevaron un día vistiéndome con un uniforme doble mi talla. Al final ni allí me quisieron. Era un enemigo del pueblo y fui a tener adónde se juntaba a los indeseables. Santeros, homosexuales, pensadores, artistas… toda una generación de jóvenes lanzados por la borda y que sólo seríamos para trabajos en la agricultura, mientras cada noche, sargentos políticos semi analfabetos cacareaban las obras de la revolución en vanos intentos de convertirnos en “revolucionarios” arrepentidos de nuestras culpas, pero igual con la mancha de indeseables.
No, no eran agradables los recuerdos de mi Patria, que se agolpaban en algún rincón del cerebro mientras observaba el infierno de mi país quedarse atrás al tiempo que avanzaba hacia lo desconocido, rodeado de desconocidos.
Mezclada con la amargura, sentí rabia. Rabia hacia mi propio pueblo. Mi vecino. El maestro. El vigilante del comité. Los cubanos. Hacia mí mismo. Todos éramos culpables de esta huída. Fuí, fuimos cobardes, cómplices, participantes, protagonistas.
Rabia contra aquellos que en contubernio despreciable se lanzaron a las calles a golpear a quienes se iban. Aquellos que se agruparon en las calles para verme, vernos, pasar camino al puerto, y nos lanzaban huevos, o tomates y nos gritaban “escoria”. Aquellos que no tuvieron la verguenza de callarse ante las lágrimas silenciosas de mi madre, cuyos ojos por un instante pude ver, en medio de la gritería de la turba.
Y sí. Allí en esa tierra que desaparecía desde la embarcación desconocida que me llevaba a los estados Unidos, quedaba mi madre, una hija que prácticamente había visto sólo unas cuantas veces debido a los dos años de prisión a que me condenaron en 1978, sólo dos años antes de esta huída y una mujer a la cual había querido desesperadamente.
Quedaba la sensación -ridícula, pienso hoy- de la Patria. Con la huída dejaba de ser parte por derecho propio, para refugiarme en una libertad prestada, de extrañas resonancias idiomáticas y siempre con la sensación de ser sólo huésped.
Transcurrió quizás una hora hasta que finalmente la costa cubana desapareció totalmente. Sólo entonces presté atención a los cuerpos maltrechos, malolientes de extraños que me rodeaban, apretados todos por la falta de espacio. Con muestras de un júbilo nervioso algunos, serios otros, y, sin embargo, con aires de esperanza flotando entre las miradas.
Cuando finalmente arribamos a Key West -en una lancha de los guardacostas de Estados Unidos, ya que nuestra embarcación encalló antes de llegar, la generosidad de mi nueva patria emergió sin recelos desde hombres y mujeres que nos tendieron una mano amiga tratando de hacer nuestra llegada lo más placentera posible.
Cuba, quedó atrás físicamente y, sin embargo, quizás a mi pesar, siempre la llevo conmigo, como una herida que nunca cicatriza.
Han pasado 40 años desde que salí de Cuba. A veces la nostalgia me abraza, en un abrazo frío, doloroso, en esta lucha diaria por ser de aquí o ser de allá o tratar de alguna forma equilibrar los sentimientos. He aprendido muchas cosas… los años no transcurren sin consecuencias, por supuesto. Al final, de lo que si estoy convencido es que, enfrentado con las mismas circunstancias, lo volvería a hacer, a pesar del dolor inmenso de ver a mi país desapareciendo entre las brumas, la espuma salitrera y mis ojos humedecidos.

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